En un informe de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe, Cepal, organismo dependiente de la ONU, se establece una comparación del auge de las remesas hacia América Latina y el Caribe entre los años 1996 y 2003. Estas primeras cifras nos servirán de marco para una primera comprensión del fenómeno. En 1996 […]

En un informe de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe,

Cepal, organismo dependiente de la ONU, se establece una comparación del auge de las remesas hacia América Latina y el Caribe entre los años 1996 y 2003. Estas primeras cifras nos servirán de marco para una primera comprensión del fenómeno.

En 1996 el monto total aproximado de los dineros enviados por trabajadores latinoamericanos que vivían fuera de sus países fue, en números gruesos, de 10.000 millones de dólares. Ese monto comenzó a aumentar de forma acelerada. En 2003 se había multiplicado por 4: superaba los 40.000 millones de dólares, cifra equivalente a 1% del PIB de todo el continente. México, República Dominicana, El Salvador, Colombia, Brasil y Ecuador encabezaban la lista de los países más beneficiados. El promedio de los envíos por persona oscilaba entre 200 y 300 dólares al mes. 60% de lo recibido se utilizaba para comprar alimentos y medicinas y para el pago del alquiler. Un porcentaje de los receptores ahorraba para compras extraordinarias –como electrodomésticos– o para atender gastos educativos. En 2003, alrededor de 20 millones de latinoamericanos vivían fuera de sus países.

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Hay que anotar aquí que Venezuela no aparecía, sino marginalmente, como destinatario de los fondos. Al contrario, entonces cumplía un papel muy destacado como país emisor de remesas que se dirigían hacia Colombia, en primer lugar, pero también hacia Perú, República Dominicana y otros países.

En el informe correspondiente al período 2015 y 2016, elaborado por el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos, se informa de lo siguiente: en 2015 el monto de las remesas había aumentado a casi 66.000 millones de dólares. México, Colombia, Brasil y Paraguay lideraron el ranking de los países receptores. Entre los 11.000 millones de dólares que recibieron los países de la región andina, una parte habría correspondido a Venezuela. En el año 2016, de acuerdo con el mismo informe, se produjo un crecimiento de la cifra a 70.000 millones de dólares. Según otra fuente, el crecimiento habría sido mayor: a 73.000 millones de dólares. El cálculo con respecto a 2017 es que las remesas habrían aumentado 8%. De cumplirse esas expectativas, el monto debe haber llegado a una cifra alrededor de 79.000 millones de dólares en el año que acaba de finalizar.

A lo largo de las últimas tres décadas, los economistas no han cesado de debatir los beneficios y las desventajas que las remesas generan. Sus defensores sostienen que han sido factor determinante en la reducción de la pobreza. El caso más notorio es el de República Dominicana, país en el que las remesas han llegado a representar 20% del PIB. Los críticos señalan que las remesas, aun cuando representan volúmenes de dinero considerable, no constituyen una política económica y no crean empleo.

En medio de estas consideraciones, está el caso insólito de Venezuela: en tres años, de ser históricamente un emisor, se ha convertido en un receptor. Por supuesto, no se conoce el monto de estas transacciones, ahora mismo, vitales para la subsistencia de millones de familias venezolanas. La Ley de ilícitos cambiarios, que penalizaría esas operaciones y obligaría a las personas a realizar el cambio a una tasa miserable, desconectada de la realidad, obliga a que estas transacciones se realicen fuera del país o como un intercambio directo entre privados.

De acuerdo con unos cálculos muy generales que he logrado realizar con la ayuda de expertos, si solo la mitad de los adultos que han emigrado de Venezuela, y que están trabajando en Europa, Estados Unidos u otros países de América Latina, envían a sus familias un promedio de 150 dólares mensuales –insisto, es un cálculo muy bajo en todos los sentidos–, al menos 120 millones de dólares al mes ingresan a Venezuela con el objetivo de paliar el sufrimiento causado por la inflación, la escasez y los bajos salarios. Hay quienes duplican o triplican este monto. A lo anterior, tal como señalaba en mi artículo de la semana pasada, hay que agregar las toneladas de alimentos, medicamentos y otros productos que, semana a semana, los que estamos fuera de Venezuela enviamos a personas cada vez más empobrecidas y en situación de riesgo. También los montos de esas mercancías son imposibles de conocer. Seguramente, también dejan atrás los cálculos más conservadores.

El vertiginoso auge de las remesas venezolanas, constituido por transferencias y mercancías es, al día de hoy, una de las bases reales que sostienen, al borde del precipicio, una parte sustantiva de la economía de familias enteras en todo el país. Soy testigo del esfuerzo que jóvenes profesionales están haciendo en otras partes del mundo –como trabajar 18 horas al día– para poder asistir a sus seres queridos. Hay un heroísmo de la solidaridad que todavía no se ha divulgado de forma suficiente. Dentro y fuera se producen, en los hechos y no solo en las palabras, acciones concretas de resistencia. Las remesas son parte de esa vasta decisión de resistir, de la decisión impostergable de producir un cambio político en lo inmediato.