Los retornados que ahora están bajo control militar, en cierto modo, recuerdan a los presos políticos: contra ellos se utilizan también formas de violencia, se les trata con desprecio, se toman decisiones que no consideran sus realidades, no se les escucha, no se les provee de ningún servicio, mientras pasan los días en un encierro que no merecen y que se prolonga absurdamente.
Editorial
Por El Nacional Octubre 18, 2020
Miguel Henrique Otero
El pasado junio —después de haber lanzado insultos en cadena de radio y televisión, y de haber hablado de “antipatriotismo” en más de una oportunidad, y de haber hecho uso de expresiones como “lava-pocetas” en contra de los venezolanos que habían huido del país—, Nicolás Maduro dijo que los retornados serían recibidos “con amor” y que podían volver a su país cuando quisieran.
Apenas un mes después, el ministro Reverol —uno de los hombres que detenta más poder real, con potestad para decidir quién vive y quién muere en Venezuela—, acabó con la farsa amorosa y anunció una “guerra” contra los retornados, a los que acusó de prácticas de terrorismo y delincuencia organizada. Los amenazó con encarcelarlos por ser posibles portadores del covid-19. Aunque se refería específicamente a los que regresaban por las trochas, sus palabras estigmatizantes han determinado las políticas de abierta hostilidad que el régimen ha puesto en marcha en contra de los retornados.
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En un artículo que publiqué en mayo de 2020, “Huida y regreso al infierno”, me detuve en el doble sufrimiento que ha sido para cientos de miles de familias venezolanas, especialmente las más pobres, haber salido del país en las más precarias condiciones que sea posible imaginar —la mayoría sin dinero y con no más que una botella de agua y un pedazo de pan en la mochila, cargando con sus bebés en los brazos, en caminatas que se prolongaban por días, en las cuales, a menudo, muchos cayeron extenuados para morir sin auxilio en cualquier paraje montañoso, en Colombia, Ecuador o Perú—, para regresar otra vez a Venezuela, huyendo otra vez del hambre y la imposibilidad de conseguir empleo, y afrontar, sin recurso alguno para defenderse, a la desproporcionada agresividad con que son recibidos por funcionarios militares y policiales en todos los puntos de la frontera. No olvidemos esto: esos funcionarios son los mismos que escucharon los improperios de Maduro, y también a Reverol declarar la guerra a los retornados. Y son, esto es lo fundamental, los que reciben sus órdenes.
Leo en el informe divulgado a comienzos de la semana por Human Rights Watch y el Centro de Salud Humanitaria de la Universidad Johns Hopkins que alrededor de 130.000 personas han regresado al país, a causa de la crisis económica que ha desatado el covid-19 en el planeta y de forma particularmente intensa en América Latina. Existen otras estimaciones que hablan de entre 146.000 y 149.000 retornados.
Lo que evidencian las denuncias que han venido acumulándose por parte de familiares de retornados, los testimonios que han recogido reporteros que han logrado colarse en los falsamente llamados Puntos de Atención Integral —PASI—, y lo que se desprende del documento mencionado es que, en realidad, funcionan como centros de detención. Esto es literal: los PASI operan como si las personas y las familias estuviesen detenidas por el delito de haber regresado a su país.
Están militarizados, es decir, sometidos a la arbitrariedad y el abuso, a disciplinas ajenas a las necesidades de personas en situación de riesgo. No reciben asistencia social, sino órdenes y gritos. El trato del que son objeto es, en la mayoría de los casos, unilateral y abusivo.
Más riesgoso y grave es que están hacinados. Los espacios que han dispuesto no permiten guardar el distanciamiento social. Tampoco disponen de mascarillas, jabones y geles. En algunos no hay agua y el estado de los baños es simplemente infernal, plagados de insectos y alimañas. Mantener la privacidad es prácticamente imposible. Los alimentos que les proveen son de la peor calidad, en cantidades exiguas y de entregas irregulares. He leído y escuchado testimonios de personas que han pasado más de 60 horas sin probar un bocado.
Estas personas o grupos familiares están, en lo esencial, indefensos. Sometidas al antojo de los uniformados. Los centros o los hoteles en los que los han amontonado no cuentan con la infraestructura o las condiciones para proveer ningún tipo de asistencia social. Por supuesto: no hay médicos, ni profesionales paramédicos, ni se hacen chequeos, ni pruebas para detectar la posible presencia del covid-19. Así las cosas, cada centro es real o potencialmente un foco de contagio, en el que podrían estar conviviendo personas sanas con personas enfermas. Además, lo insólito, violando todos los parámetros y recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, de los gremios médicos y de los más destacados expertos sanitaristas, los períodos de cuarentena no se limitan a los 14 días establecidos, con lo cual el riesgo de contagio se incrementa de forma significativa.
Los retornados que ahora están bajo control militar, en cierto modo, recuerdan a los presos políticos: contra ellos se utilizan también formas de violencia, se les trata con desprecio, se toman decisiones que no consideran sus realidades, no se les escucha, no se les provee de ningún servicio, mientras pasan los días en un encierro que no merecen y que se prolonga absurdamente.