En sistemas autoritarios, presidencialistas y represivos, como en efecto son las dictaduras, el ejercicio de la política de gobierno se torna sarcástico, vengativo y violento. Además, impúdico y arbitrario. Es decir, chocarrero. Cuando una nación es gobernada con la vara de la dictadura, es cuando más razones hay para protestar la injusticia, denunciar las ilegalidades y oponerse al desacato y apuntación de los derechos humanos.

Antonio José Monagas*

De justicia se ha escrito mucho. Aun cuando, muchas veces la justicia poco hace gala de su fuerza. No tanto por lo que sus postulados señalan, como por los mecanismos que emplea. Pues en sus controles y elementos de apalancamiento, se encuentran los sistemas de aplicación un tanto disfrazados por las circunstancias que le depara quienes operan los resortes de dicha amañada justicia. Aunque contrario a lo que en lo exacto significa, la injusticia se vale del terreno que recorre para hacerse aplicar con el concurso de gente que sólo tiene capacidad visual para ver hasta donde sus intereses lo permiten.

Advertir los problemas que la injusticia ha promovido en todas las latitudes y a lo largo de la historia universal, es casi levantar la mirada con la intención de contar las estrellas. Sobre todo, en el centro de realidades tan viciadas de prácticas jurídicas lerdas y que por manipuladas se ejecutan torpemente. Más, cuando esas mismas realidades se hallan infectadas de amanuenses de individuos con ínfulas de poderosos, omnipotentes o de intocables que, por jugar al cómplice aprovechador o al bandido “justiciero”, han convertido los sistemas de justicia en antros de perdición, desolación y hasta de muerte.

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Para estos personajes, las leyes, indistintamente de su jerarquía jurídica, son licencias para torcer principios y moldear criterios al antojo de intereses subversivos. Pero que por el sólo hecho de encubrir corrupciones o coyunturas manipuladas desde el poder, adquieren la fuerza para desviar no solamente eventos. Mucho peor, para descarriar destinos y proyectos de desarrollo que beneficiarían una nación completa en tiempo y espacio.

En sistemas autoritarios, presidencialistas y represivos, como en efecto son las dictaduras, el ejercicio de la política de gobierno se torna sarcástico, vengativo y violento. Además de impúdico y arbitrario. Esto lleva a que la justicia, por circunstancias obligadas, pase a asociarse con quienes administran el poder. Más, cuando de ellos depende los nombramientos del personal de jueces y magistrados. Ahí es cuando campea la impunidad pues ésta sirve para defender a sicarios o ladrones amparados por la dictadura. O cuando quiere cometerse un acto de descarada injusticia. Entonces, de manera encubierta o abierta, se dictan medidas que dan cuenta de la prevaricación gubernamental lo cual es señal de la pérdida del respeto que debe brindársele a quien se muestre como adversario político.

Y para este tipo de situación, la justicia vela por su ausencia. Por consiguiente, el Derecho y su ejercicio se hacen contradictoriamente indignos de la esencia que configura su naturaleza semántica y dialéctica. Es cuando los jueces se convierten en transgresores de la justicia. O sea, vulgares delincuentes. Por tanto, merecen acusarse y ser castigados como quienes violan la justicia. Pues al final de todo, son tan violadores de la declarada justicia como quien más atenta contra el carácter ponderado, equitativo y ecuánime de la justicia.

Entre las atrocidades que se incitan en un mundo reñido con la justicia, el papel de los militares debería ser fundamental. Pero cuando en la mitad del terreno destacan antivalores que igualmente actúan como factores de corrupción, la incidencia de la injusticia luce bastante peligrosa. De por medio aparecen intereses que estimulan la descomposición que mina la estructura de legalidad supuestamente edificada sobre un ordenamiento jurídico y de actuación que, presuntamente, exhorta la justicia como parangón.

En tan desastroso ámbito, las leyes se escamotean. El Derecho se evade para sustituirse por condiciones negociadas. Y la justicia, se enreda hasta su deshonra para terminar siendo manchada por el color de la causa reivindicada por la dictadura en cuestión. Precisamente, en el fragor de tan graves y agobiantes problemas, capaces de reducir una nación a escombros institucionales, la justicia luce como recurso jocoso. O sea que en el fondo de tan crítica situación, prevalece una justicia de utilería.

LA DEMOCRACIA NO ES UN DISCURSO

La ignorancia es causa de múltiples males y errores del hombre. Repetidamente, se actúa según lo determinen las fuerzas de las circunstancias. Generalmente, así se ha pensado el ejercicio de la política. La historia contemporánea es el mejor indicativo y fehaciente testimonio del grado de barbaridades que se ha cometido en nombre de la democracia. Pero de una democracia mal entendida. Sobre todo, mal concebida. Sus equivocaciones se han traducido en ingentes problemas con repercusión en todos los planos del devenir social, político y económico.

La democracia, si bien se vale de un discurso para considerar una serie de variables que en su correlación determinan postulados que son elementos de praxis, no puede fundamentar su acción en consideraciones que muchas veces ni siquiera son debidamente comprendidas por causa del rigor teórico con el cual opera la ciencia política. Sin embargo, hay quienes se valen de meras argumentaciones para desvirtuar realidades incontrolables debido al factor incertidumbre, arguyendo presunciones que buscan convertirlas en determinaciones.

Ahí radica la fuente de innumerables problemas que han obstruido esperanzas y expectativas de desarrollo económico y social. Sencillamente, porque la democracia no es un discurso. La democracia es una realidad edificada no sólo por ideologías, referentes y sentimientos políticos. También es una manera de traducir intenciones en realidades. Anhelos en hechos que denoten esfuerzos por cimentar principios de justicia social, valores de rectitud, paz, verdad, amor y no violencia cuya conjugación forje condiciones que inciten las libertades políticas y económicas necesarias para apuntalar el crecimiento moral y ético de quienes se planteen el hermoso propósito de convivir compartiendo y de compartir conviviendo.

La democracia no es un discurso que puede utilizarse como elemento de cobarde manipulación o de abusiva explotación del hombre por el hombre. Tampoco es un medio para acorralar conciencias. Mucho menos, para engañar sentimientos. La democracia es una estructura intangible sobre la cual se erige todo un pensamiento social colectivo desde el cual se enarbolan ideas que, como semillas, germinan en forma de frondosos árboles de cuyas frutos depende la alimentación espiritual de una nación. Sus ramas saben brindar el mejor cobijo en momentos que las inclemencias del tiempo de la economía y la política arrecian.

La democracia no es un juego entre algunos. Es un reto el cual se afronta con la disposición de un sentimiento con espíritu de pueblo y entrega de alma y corazón. En democracia todo florece porque quienes así lo creen se convierten en jardineros sociales cuyo jardín es la política. O sea, la propia vida. En definitiva, la democracia no es un discurso.

* Profesor titular de la ULA – Doctor en ciencias del desarrollo – @ajmonagasantoniomonagas@gmail.com